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Sobrevivientes de la heroína y el SIDA

“No tengo adonde ir. Es que ya lo he quemado todo”, asegura José Manuel García. En su rostro se traza el mapa de una vida difícil, difícil y conflictiva. “Estoy condenado a vivir aquí porque no tengo adonde ir. A quedarme, ojo, no a morir, como mucha gente de esta casa”. La casa se alza sobre una colina a las afueras de Jerez, cerca de la laguna de Torrox. Se llega a ella por un carril a medio asfaltar. Es una casa grande, dos plantas, blanca con ribetes amarillo albero, aspecto señorial desde fuera. Más allá de la verja y de la gran cancela, siempre cerrada, viñedos. A lo lejos, las últimas casas de una zona residencial de reciente construcción.

El día es frío y gris. Alguien en silla de ruedas fuma cerca de la entrada bajo la atenta mirada azul celeste desde dentro de Carmen Gorrochategui. Carmen viene una vez a la semana para ayudar en lo que haga falta. Echa un vistazo ahora a la sala contigua, donde unos diez residentes, la mayoría en silla de ruedas, pasan el tiempo en silencio sin prestar atención al televisor encendido. José Manuel, 64 años, fuma tumbado en la cama de su habitación de la segunda planta. Sobre el escritorio, fotos antiguas de su padre, de su madre, de uno de sus tres hijos. “He visto morir a muchos amigos. De sobredosis, pocos. Pero de SIDA, muchos. Sobre todo en los últimos 15 años o por ahí”.

“Los que están aquí son supervivientes, supervivientes de la heroína y del SIDA de los años 80 y principios de los 90”, afirma Antonio Barrones, el director. En una de las estancias del Hogar Siloé, más elegante que el resto, cuenta que es enfermero de la unidad de infecciones del Hospital de Puerto Real, y fue allí donde hace 20 años le golpeó en la cara la situación de parte de los afectados por el SIDA: la de los drogodependientes víctimas del caballo y de las jeringuillas de ida y vuelta. Creó la Asociación Siloé junto a un puñado de cristianos de base como él. Después, emprendieron la construcción de esta casa, que en septiembre cumple 15 años abierta. “La muerte forma parte de la vida aquí. El último fallecimiento fue hace dos semanas”, afirma.

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